domingo, 17 de julio de 2016

CUENTO: El sacrificio

A Claudia y Ceci, siempre

         Conocí a Rufino Almada en un boliche de Barracas, allá por el ventitantos. Por esos años, yo andaba medio retobado y como bola sin manija. No duraba en ningún trabajo. Culpa de la crisis. Eso es lo que me decían, qué sé yo. No entiendo nada de política. Lo único que comprendo es que para llenar la olla hay que agachar el lomo y darle duro y parejo. Y cuando llegan los tiempos duros y el pan no alcanza para todos, hay que rebuscárselas como sea para sobrevivir.
         Todavía era un mocoso cuando tuve que salir a buscar un trabajo. Mi padre nos había abandonado y lo que mi madre ganaba arreglando ropa no alcanzaba para comer con decencia. Entré en los talleres Vasena. Usted no sabe lo que fue trabajar allí, los compañeros que vi caer por pedir tan sólo que se nos trate como a personas y que nos paguen lo justo. Cuando estalló la huelga, nos reprimieron a mansalva. Yo terminé con la espalda morada de tantos sablazos que me dieron, hijos de una gran puta. En lugares así, uno se vuelve malo y comienza a preguntarse para qué sirve ser honesto.  Un día me enteré de que un grupo de trabajadores planeaba atentar contra un cabecilla de los rompehuelgas. Me uní a él sin pensar ni preguntar demasiado.
Ese carnero salía de su casa cada mañana a las seis en punto. Yo y otro más lo arrinconaríamos para balearlo. Un tercero haría de campana en una esquina. Cuando encaramos para el lugar a la hora acordada, cayeron los tiras. Algún malparido nos había delatado. Si no ¿cómo se explicaba que aparecieran tantos milicos de golpe, saliendo de todos lados, como si fueran ratas? Mi compañero recibió una ráfaga mientras intentaba escapar. A mí no me quedó otra que tirar el arma y levantar los brazos. El que hacía de campana huyó, pero lo atraparon a las pocas cuadras.
         Yo era demasiado joven y no tenía antecedentes en la justicia. Por eso la saqué barata. Me dieron cinco años, al cabo de los cuales había perdido lo poco que tenía: una madre enferma, una hermana descarriada, algunos amigos y la decencia. No le voy a contar cómo fue eso para no aburrirlo y para no tener que evocar recuerdos que me lastiman. Basta con que sepa que al salir de la cárcel no fui el mismo de antes. Me volví pendenciero, arriesgaba la plata en las timbas y frecuentaba los prostíbulos. Hoy me siento avergonzado de esto que le cuento, pero en aquellos tiempos poco me importaba la moral. Casi nunca trabajaba y la mayor parte de mi dinero lo conseguía engañando a los pocos amigos que me quedaban o con alguna ratería de poca monta.
         Entonces, como le dije al principio, conocí a Rufino Almada. Fue el mismo día en que llegué al conventillo de la calle Vieytes. Aquel era el lugar más sucio y miserable de todo Buenos Aires, pero con unos pocos pesos se podía alquilar un cuarto. El dueño (un calabrés gritón que cobraba los alquileres con un bufoso en la cintura) me exigió que le pagara una semana por adelantado. Cuando me dio la llave de la pieza, me dijo que no quería peleas en su casa y que desobedecer esa regla era motivo de desalojo.
         Después de acomodar lo poco que tenía, decidí dar una vuelta por el barrio y matar la soledad con unos vinos. Entré a un boliche y me puse a ver cómo pintaba la cosa. En una mesa se jugaba al siete y medio. Todo estaba tranquilo hasta que, de pronto, uno de los jugadores le gritó tramposo a otro. El injuriado lo miró como si esperase una disculpa, pero el primero insistió con el insulto y ya no había más que esperar. Los dos se levantaron y salieron. No pasó ni media hora cuando el ofendido regresó y volvió a sentarse en el mismo lugar.
         Yo le pregunté al que estaba a mi lado quién era ese hombre.
—Rufino Almada —me contestó echándome un vistazo—. Vos no sos de por acá, ¿verdad?
Entre ginebra y ginebra, me contó que en Barracas todos lo veneraban. Le había cuidado las espaldas a un caudillo, pero después se hizo anarquista. Purgó varias condenas por robo, se escapó de una cárcel y durante un tiempo cuatrerió en algunos partidos de la provincia. Decían que compartía los botines con los pobres. Decían también que la policía lo anduvo buscando y que debió esconderse un tiempo hasta que la cosa se calmara. Muchos lo ayudaron a sobrevivir dándole refugio y sustento. Desde que vivía en Barracas se cuidaba de la mala vida. La amistad con aquel caudillo lo mantuvo a salvo de la justicia. No le gustaba meterse con nadie y tampoco que se metieran con él. Era conveniente no tenerlo de enemigo.
         La segunda vez que lo vi fue a la noche siguiente, en ese mismo boliche. No sé por qué pensé que esa casualidad tenía algún significado para mí. De pronto, tuve la intuición de que Almada era una nueva oportunidad, un atajo que el destino me ofrecía para cambiar la suerte.
Me acodé en el mostrador y pedí un vino. Almada fumaba y, de vez en cuando, cambiaba alguna que otra palabra con las dos personas que lo acompañaban. Dejé pasar un rato. Terminé el vino y pedí otro. Cuando la bebida me dio el coraje suficiente, me acerqué hasta su mesa.
         Uno de los que estaban sentados con él era un morocho con cara de pocos amigos. El otro estaba haciendo un solitario. Yo me presenté y le dije que andaba sin trabajo, que necesitaba conseguir uno antes de que el calabrés del conventillo viniera a cobrarme otra semana de alquiler. Almada me miró de arriba a abajo y dijo:
         —Vos sos joven. No te echés a perder tan pronto. Mejor buscate algo decente.
         —Por decente me marcaron la espalda a sablazos en los talleres Vasena y estuve cinco años a la sombra por un traidor. Así no hay decencia que aguante.
         Después de esas palabras, el tipo se mostró más interesado en mí.
         —¿Y qué es lo que sabés hacer? —preguntó.
         —Lo que usted me mande.
         Se miró con sus compañeros y luego me dijo:
         —Venite mañana a esta hora y hablamos.
         Volví a la noche siguiente, pero al único que encontré fue al morocho con cara de pocos amigos. Se llamaba Lucio. Terminó su ginebra, se levantó y me ordenó que lo siguiera con un gesto tosco.
         Caminamos algunas cuadras en silencio. Doblamos por la calle Australia y nos detuvimos delante de una verja de hierro. El morocho la abrió y se metió por un zaguán. Yo lo seguí. Atravesamos un patio y entramos a una habitación en donde Almada me esperaba con el otro, que se llamaba Medina. Me invitó a sentarme y me ofreció una ginebra.
         Nos pusimos a hablar de cosas triviales. Varias rusitas nuevas habían llegado al quilombo de la Morena, la policía buscaba a un hombre que había matado a su mujer por infiel, el gobierno no podía con la crisis y asuntos como esos. Al principio me sentía inhibido, pero por la mitad de la segunda ginebra ya había tomado confianza.
         De pronto, Almada me dijo:
         —Hay un trabajo que quiero que hagas.
         Un tal Saturnino Flores le debía dinero a alguien. Le habían dado plazo suficiente para que pagara, pero no cumplió. Siempre andaba de excusa en excusa y al acreedor se le acabó la paciencia.
         —Tenés que ir y cobrarle.
         Almada sacó un 38 y lo puso sobre la mesa.
         —Llevate eso —me dijo—. Por las dudas.
         Al día siguiente me apersoné en el negocio de Saturnino Flores. Tenía una sastrería en Montserrat. Se había ganado cierto prestigio y aparentaba ser un hombre de bien.
         Me metí en el negocio después de que saliera el último cliente y trabé la puerta. Flores me miró con espanto cuando avancé hacia el mostrador y me abrí el saco para que viera el arma en mi cintura.
—¡Pagá lo que debés! —le escupí ahí nomás.
Flores titubeó. Me dijo, casi llorando, que necesitaba más tiempo, que aún no había juntado todo el dinero. Entonces, saqué el 38 y le apunté al entrecejo.
—O pagás ahora o te despacho.
Flores terminó pagando, calladito y sin chistar.
         Otro día tuve que ir a una pensión y convencer al dueño de que no desalojara a una viuda con sus tres hijas porque no tenían en donde caerse muertas. Almada me dio la plata para que le pagara lo que la mujer debía. Cuando le puse los billetes en una mesa, el dueño, que al principio me había mirado con asco, hizo una sonrisa y estiró un brazo. Yo lo frené al instante y le dije:
         —La próxima vez que echés a la pobre vieja, te juro por la mía que vengo y te carneo.
         El tercer trabajo era más complicado. El gringo Rosental (prestigioso abogado y hombre de honorable familia) andaba en apuros. En una oportunidad lo había ayudado a Almada en un asunto con la justicia y, gracias a él, se había ahorrado unos cuantos años de cárcel. Ahora, el ruso le pedía que le devolviera el favor. Se había involucrado con una fulana. Rosental era cerebral en sus asuntos, pero cuando de mujeres se trataba perdía la cabeza. A ésta la había conocido en el Pigalle. Después de varios encuentros, ella comenzó con sus demandas. Quería una vida decente, casarse, tener hijos y cosas como esas. Rosental, entre copas y caricias, le prometió lo que no podía cumplir. Ahora, yo tenía que sacársela de encima. El ruso estaba dispuesto a pagarle para comprar su silencio y su discreción. Eso me hizo las cosas más fáciles.
         —El doctor no quiere que lo sigas molestando y me pidió que te diera esto —le dije a la fulana mientras le daba los billetes—. Dice que alcanza para que te olvides de él y espera, por tu bien, que estés de acuerdo.
Por suerte para ella lo estaba, porque después de ese día nadie la volvió a ver en el Pigalle. Una compañera suya me dijo que se había ido para Río Grande del Sur. Todo había sido un engaño para sacarle plata al abogado y poder irse con su familia (la madre y dos hermanos menores) a otro lugar, para empezar una vida distinta.
         Aquellos trabajos me permitieron enderezar el rumbo. Poco después, me fui de ese conventillo mugroso a otro más decente. Me compré ropa y hasta me gané el respeto de muchos. Con solo eso, cualquiera se hubiese conformado. Pero yo buscaba ser un hombre de acción y esos encargos en los que debía tratar con blandos que ni siquiera se resistían, comenzaban a fastidiarme. Un día se lo dije a Almada. Él me miró entre la nube de humo que despedía su cigarrillo y me contestó:
         —No le escurrís al bulto y eso me gusta. Yo cuando tenía tu edad no me achicaba con nada.
         Hizo una pausa y luego siguió:
         —Hace años que estoy metido en este fango y vi caer a unos cuantos… te juro que si hubiese podido evitarlo…
         Vaciló unos instantes y sus ojos despidieron un brillo fugaz. Sin embargo se recompuso enseguida.
         —¿Por qué te empeñás en perderte? —dijo.
         —¿Qué puede perder el que nada tiene?
         —Tenés una vida y tenés juventud; eso vale más que cualquier otra cosa.
         —Lo que yo quiero es el respeto de los demás, que todos sepan que uno es una persona de valía y coraje.
         —No es bueno vivir pensando en lo que los demás sepan o no de vos.
         —Cada uno elige su manera de vivir y yo ya he elegido la mía.
         —Está bien, como vos quieras.


         El asalto a la joyería Almada lo planeó durante varias semanas. Un día nos juntó para ultimar los detalles y para asignarnos una tarea a cada uno. Medina nos esperaría en un auto. Almada, Lucio y yo entraríamos al negocio. Ellos reducirían a los empleados y yo levantaría la mercadería. Luego volveríamos a la casa de la calle Australia para esconder el botín. Dejaríamos pasar un tiempo antes de repartirlo, hasta que la cosa se calmara.
         El día anterior al golpe, yo estaba que me salía de la vaina y Almada se había dado cuenta.
         —Más vale que andés con cuidado y hagás lo que te digo —me advirtió.
         Esas palabras me molestaron.
         —Créame, puedo hacer esto y mucho más.
         Almada asintió con la cabeza y luego dijo:
—Vos estabas buscando esto. Ahora que lo tenés, tratá de poner la cabeza bien fría. No me gustaría que algo falle y que alguien termine lastimado, sobre todo vos.
         Fuimos para la joyería temprano, un rato antes de que abriera. Esperamos los cuatro en el auto, fumando en silencio. A la hora acordada, no bajamos. Almada le recordó a Medina que nos esperara con el motor encendido. No había demasiada gente en la calle. Caminamos rápido y nos metimos en el negocio.
Almada trabó la puerta y se quedó campaneando hacia afuera. Lucio encañonó a los dos empleados. Les ordenó que ni mosquearan. Yo abrí una bolsa que tenía preparada y comencé a meter adentro las joyas.
         De pronto se escuchó un ruido. Sobre un rincón del negocio había una puerta entreabierta.
         —¡Quién anda ahí! —gritó Lucio.
         Nadie contestó. Los dos empleados seguían arrodillados de cara a la pared, con las manos sobre la nuca.
—¡Salí ahora mismo o te quemo!
Yo seguía metiendo las joyas adentro de la bolsa. De repente algo me distrajo, tal vez una sombra o un movimiento furtivo. Miré hacia esa puerta y, durante unos segundos, todo pareció detenerse. La voz de Almada me sacudió como si hubiese recibido un golpe.
—¡Rápido!
Volví a concentrarme en mi parte del plan. Ya tenía la bolsa casi llena. En ese momento alguien apareció por aquella puerta entreabierta y disparó dos tiros. Uno le pegó a Lucio en el cuello. El otro atravesó la vidriera que daba a la calle. Almada levantó su 38 y gatilló dos veces. El que nos había atacado se desplomó en el acto. Nos quedamos unos instantes viendo como Lucio se desangraba en el piso, inmóvil.
—¡Rajemos! —gritó, de pronto, Almada.
Junté algunas cosas más y salimos. Corrimos hacia una esquina. Un policía apareció y nos gritó alto. Yo me di vuelta y le disparé. El milico se escondió detrás de un coche y también nos tiró. Una bala le pegó a Almada en la espalda.
Trastabilló unos pasos, pero logró mantenerse parado. Yo me le acerqué y traté de ayudarlo. Pasé uno de sus brazos por mis hombros y seguimos caminando. El policía nos volvió a dar el alto y yo le contesté con un balazo. Fue un tiro a ciegas. Había estirado mi brazo libre hacia atrás y disparé hacia cualquier lado.  Llegamos a la esquina en donde Medina nos estaba esperando. Cuando vi que ese infeliz se había escapado, largué una puteada.
Almada se inclinó hacia adelante, como si sintiera sobre su espalda un peso enorme que le impedía continuar. Avanzamos un par de metros más, hasta que se derrumbó y cayó sobre la calle, tendido boca arriba.
—Dejame solo… —dijo exhausto.
—No —respondí—, o los dos nos vamos o los dos nos quedamos acá.
Cerró los ojos y apretó los dientes.
—Andate… —alcanzó a decir—. No quiero que te maten a vos también…
—¡Déjese de joder Almada y levántese!
Otro disparo sonó y sentí que una bala silbó por encima de mi cabeza.
—Esto se va a llenar de milicos… —balbuceó—. Nos van a cocer a balazos…
Otra vez cerró los ojos y trató de contener el grito.
—Así lo mataron a mi hijo… —siguió—. No quiero que hagan lo mismo con vos…
Yo no sabía casi nada de su pasado y esa revelación me tomó por sorpresa.
—Hubiese querido morir yo por él… carajo…
Escuché el taconeo del milico que corría para esconderse detrás de otro coche. Le disparé dos veces. Una bala pegó en el parabrisas del vehículo y lo hizo pedazos.
—Agarrá esa bolsa… —dijo Almada—. Andate lejos… Empezá otra vida…
—No lo voy a dejar acá.
—Rajá te digo… Yo te cubro…
Comprendí entonces lo inevitable de la situación. Su mirada se fundió con la mía. Él me buscó una mano y la apretó. Yo le devolví el gesto. Quise decirle algo, pero no me salió nada.
—¿Qué estás esperando? —insistió.
Agarré la bolsa, me puse de pie y empecé a correr. Mientras me alejaba escuché otra sucesión de disparos. Me di vuelta y lo vi a Almada gatillando su arma, arrastrándose en el suelo. Una bala repiqueteó cerca de él, levantando polvo y esquirlas del empedrado. Otra le pegó de lleno. Su cuerpo se sacudió con violencia y luego se quedó inmóvil. Yo seguí corriendo, casi a ciegas. Apreté los dientes y escupí un insulto. No pude evitar las lágrimas.
         Los diarios contaron cómo las fuerzas del orden abatieron a un criminal luego de una feroz resistencia. Decía también que se trataba de uno de los delincuentes que habían asaltado la joyería Rívoli, minutos antes del enfrentamiento. Uno de sus cómplices murió durante el asalto y otro se escapó con el botín. La policía lo buscaba intensamente.


         Me guardé unos días en la casa de un viejo camarada de timba que no hacía demasiadas preguntas. Después me vine a vivir aquí, a Montevideo. Me alejé de la mala vida y me hice un hombre de bien. Lo demás usted ya lo sabe. Compré esta modesta chacra y conocí a la mujer con la que tuve tres hijos.
         No sé por qué le he contado esta historia. Durante todos estos años he tratado de olvidarla, pero supongo que un hombre no puede esconder lo que fue y que a la larga debe mostrarlo. El pasado siempre estará allí y, en mi caso, también estará ese hombre que decidió morir para que yo pudiera ser alguien.

Incluido en A dos Puntas / Narraciones al filo - Editorial Birna, 2016



© Mario D. Foffano

LIBROS: Cometierra, de Dolores Reyes

  La tierra sabe lo que se silencia sobre la superficie, contiene secretos que tal vez muchos sepan, pero no se animan a revelar. En esta no...