A Claudia y Ceci, siempre
Conocí a
Rufino Almada en un boliche de Barracas, allá por el ventitantos. Por esos años,
yo andaba medio retobado y como bola sin manija. No duraba en ningún trabajo.
Culpa de la crisis. Eso es lo que me decían, qué sé yo. No entiendo nada de
política. Lo único que comprendo es que para llenar la olla hay que agachar el
lomo y darle duro y parejo. Y cuando llegan los tiempos duros y el pan no
alcanza para todos, hay que rebuscárselas como sea para sobrevivir.
Todavía
era un mocoso cuando tuve que salir a buscar un trabajo. Mi padre nos había
abandonado y lo que mi madre ganaba arreglando ropa no alcanzaba para comer con
decencia. Entré en los talleres Vasena. Usted no sabe lo que fue trabajar allí,
los compañeros que vi caer por pedir tan sólo que se nos trate como a personas
y que nos paguen lo justo. Cuando estalló la huelga, nos reprimieron a
mansalva. Yo terminé con la espalda morada de tantos sablazos que me dieron,
hijos de una gran puta. En lugares así, uno se vuelve malo y comienza a
preguntarse para qué sirve ser honesto. Un
día me enteré de que un grupo de trabajadores planeaba atentar contra un
cabecilla de los rompehuelgas. Me uní a él sin pensar ni preguntar demasiado.
Ese carnero
salía de su casa cada mañana a las seis en punto. Yo y otro más lo arrinconaríamos
para balearlo. Un tercero haría de campana en una esquina. Cuando encaramos para
el lugar a la hora acordada, cayeron los tiras. Algún malparido nos había delatado.
Si no ¿cómo se explicaba que aparecieran tantos milicos de golpe, saliendo de
todos lados, como si fueran ratas? Mi compañero recibió una ráfaga mientras
intentaba escapar. A mí no me quedó otra que tirar el arma y levantar los
brazos. El que hacía de campana huyó, pero lo atraparon a las pocas cuadras.
Yo era
demasiado joven y no tenía antecedentes en la justicia. Por eso la saqué barata.
Me dieron cinco años, al cabo de los cuales había perdido lo poco que tenía:
una madre enferma, una hermana descarriada, algunos amigos y la decencia. No le
voy a contar cómo fue eso para no aburrirlo y para no tener que evocar
recuerdos que me lastiman. Basta con que sepa que al salir de la cárcel no fui
el mismo de antes. Me volví pendenciero, arriesgaba la plata en las timbas y
frecuentaba los prostíbulos. Hoy me siento avergonzado de esto que le cuento,
pero en aquellos tiempos poco me importaba la moral. Casi nunca trabajaba y la
mayor parte de mi dinero lo conseguía engañando a los pocos amigos que me
quedaban o con alguna ratería de poca monta.
Entonces,
como le dije al principio, conocí a Rufino Almada. Fue el mismo día en que
llegué al conventillo de la calle Vieytes. Aquel era el lugar más sucio y miserable
de todo Buenos Aires, pero con unos pocos pesos se podía alquilar un cuarto. El
dueño (un calabrés gritón que cobraba los alquileres con un bufoso en la
cintura) me exigió que le pagara una semana por adelantado. Cuando me dio la
llave de la pieza, me dijo que no quería peleas en su casa y que desobedecer esa
regla era motivo de desalojo.
Después
de acomodar lo poco que tenía, decidí dar una vuelta por el barrio y matar la
soledad con unos vinos. Entré a un boliche y me puse a ver cómo pintaba la
cosa. En una mesa se jugaba al siete y medio. Todo estaba tranquilo hasta que,
de pronto, uno de los jugadores le gritó tramposo a otro. El injuriado lo miró
como si esperase una disculpa, pero el primero insistió con el insulto y ya no
había más que esperar. Los dos se levantaron y salieron. No pasó ni media hora
cuando el ofendido regresó y volvió a sentarse en el mismo lugar.
Yo le
pregunté al que estaba a mi lado quién era ese hombre.
—Rufino Almada
—me contestó echándome un vistazo—. Vos no sos de por acá, ¿verdad?
Entre ginebra
y ginebra, me contó que en Barracas todos lo veneraban. Le había cuidado las
espaldas a un caudillo, pero después se hizo anarquista. Purgó varias condenas
por robo, se escapó de una cárcel y durante un tiempo cuatrerió en algunos
partidos de la provincia. Decían que compartía los botines con los pobres.
Decían también que la policía lo anduvo buscando y que debió esconderse un
tiempo hasta que la cosa se calmara. Muchos lo ayudaron a sobrevivir dándole
refugio y sustento. Desde que vivía en Barracas se cuidaba de la mala vida. La
amistad con aquel caudillo lo mantuvo a salvo de la justicia. No le gustaba
meterse con nadie y tampoco que se metieran con él. Era conveniente no tenerlo
de enemigo.
La
segunda vez que lo vi fue a la noche siguiente, en ese mismo boliche. No sé por
qué pensé que esa casualidad tenía algún significado para mí. De pronto, tuve
la intuición de que Almada era una nueva oportunidad, un atajo que el destino
me ofrecía para cambiar la suerte.
Me acodé en el
mostrador y pedí un vino. Almada fumaba y, de vez en cuando, cambiaba alguna que
otra palabra con las dos personas que lo acompañaban. Dejé pasar un rato.
Terminé el vino y pedí otro. Cuando la bebida me dio el coraje suficiente, me
acerqué hasta su mesa.
Uno de
los que estaban sentados con él era un morocho con cara de pocos amigos. El otro
estaba haciendo un solitario. Yo me presenté y le dije que andaba sin trabajo, que
necesitaba conseguir uno antes de que el calabrés del conventillo viniera a
cobrarme otra semana de alquiler. Almada me miró de arriba a abajo y dijo:
—Vos sos
joven. No te echés a perder tan pronto. Mejor buscate algo decente.
—Por
decente me marcaron la espalda a sablazos en los talleres Vasena y estuve cinco
años a la sombra por un traidor. Así no hay decencia que aguante.
Después
de esas palabras, el tipo se mostró más interesado en mí.
—¿Y qué
es lo que sabés hacer? —preguntó.
—Lo que
usted me mande.
Se miró
con sus compañeros y luego me dijo:
—Venite
mañana a esta hora y hablamos.
Volví a
la noche siguiente, pero al único que encontré fue al morocho con cara de pocos
amigos. Se llamaba Lucio. Terminó su ginebra, se levantó y me ordenó que lo
siguiera con un gesto tosco.
Caminamos
algunas cuadras en silencio. Doblamos por la calle Australia y nos detuvimos
delante de una verja de hierro. El morocho la abrió y se metió por un zaguán.
Yo lo seguí. Atravesamos un patio y entramos a una habitación en donde Almada
me esperaba con el otro, que se llamaba Medina. Me invitó a sentarme y me
ofreció una ginebra.
Nos
pusimos a hablar de cosas triviales. Varias rusitas nuevas habían llegado al
quilombo de la Morena, la policía buscaba a un hombre que había matado a su
mujer por infiel, el gobierno no podía con la crisis y asuntos como esos. Al
principio me sentía inhibido, pero por la mitad de la segunda ginebra ya había
tomado confianza.
De
pronto, Almada me dijo:
—Hay un
trabajo que quiero que hagas.
Un tal
Saturnino Flores le debía dinero a alguien. Le habían dado plazo suficiente para
que pagara, pero no cumplió. Siempre andaba de excusa en excusa y al acreedor
se le acabó la paciencia.
—Tenés
que ir y cobrarle.
Almada sacó
un 38 y lo puso sobre la mesa.
—Llevate
eso —me dijo—. Por las dudas.
Al día siguiente
me apersoné en el negocio de Saturnino Flores. Tenía una sastrería en
Montserrat. Se había ganado cierto prestigio y aparentaba ser un hombre de
bien.
Me metí
en el negocio después de que saliera el último cliente y trabé la puerta. Flores
me miró con espanto cuando avancé hacia el mostrador y me abrí el saco para que
viera el arma en mi cintura.
—¡Pagá lo que
debés! —le escupí ahí nomás.
Flores
titubeó. Me dijo, casi llorando, que necesitaba más tiempo, que aún no había
juntado todo el dinero. Entonces, saqué el 38 y le apunté al entrecejo.
—O pagás ahora
o te despacho.
Flores terminó
pagando, calladito y sin chistar.
Otro día
tuve que ir a una pensión y convencer al dueño de que no desalojara a una viuda
con sus tres hijas porque no tenían en donde caerse muertas. Almada me dio la
plata para que le pagara lo que la mujer debía. Cuando le puse los billetes en
una mesa, el dueño, que al principio me había mirado con asco, hizo una sonrisa
y estiró un brazo. Yo lo frené al instante y le dije:
—La
próxima vez que echés a la pobre vieja, te juro por la mía que vengo y te
carneo.
El
tercer trabajo era más complicado. El gringo Rosental (prestigioso abogado y
hombre de honorable familia) andaba en apuros. En una oportunidad lo había
ayudado a Almada en un asunto con la justicia y, gracias a él, se había
ahorrado unos cuantos años de cárcel. Ahora, el ruso le pedía que le devolviera
el favor. Se había involucrado con una fulana. Rosental era cerebral en sus
asuntos, pero cuando de mujeres se trataba perdía la cabeza. A ésta la había
conocido en el Pigalle. Después de varios encuentros, ella comenzó con sus
demandas. Quería una vida decente, casarse, tener hijos y cosas como esas.
Rosental, entre copas y caricias, le prometió lo que no podía cumplir. Ahora,
yo tenía que sacársela de encima. El ruso estaba dispuesto a pagarle para
comprar su silencio y su discreción. Eso me hizo las cosas más fáciles.
—El
doctor no quiere que lo sigas molestando y me pidió que te diera esto —le dije a
la fulana mientras le daba los billetes—. Dice que alcanza para que te olvides
de él y espera, por tu bien, que estés de acuerdo.
Por suerte
para ella lo estaba, porque después de ese día nadie la volvió a ver en el
Pigalle. Una compañera suya me dijo que se había ido para Río Grande del Sur.
Todo había sido un engaño para sacarle plata al abogado y poder irse con su
familia (la madre y dos hermanos menores) a otro lugar, para empezar una vida
distinta.
Aquellos
trabajos me permitieron enderezar el rumbo. Poco después, me fui de ese
conventillo mugroso a otro más decente. Me compré ropa y hasta me gané el
respeto de muchos. Con solo eso, cualquiera se hubiese conformado. Pero yo
buscaba ser un hombre de acción y esos encargos en los que debía tratar con
blandos que ni siquiera se resistían, comenzaban a fastidiarme. Un día se lo
dije a Almada. Él me miró entre la nube de humo que despedía su cigarrillo y me
contestó:
—No le
escurrís al bulto y eso me gusta. Yo cuando tenía tu edad no me achicaba con
nada.
Hizo una
pausa y luego siguió:
—Hace
años que estoy metido en este fango y vi caer a unos cuantos… te juro que si
hubiese podido evitarlo…
Vaciló
unos instantes y sus ojos despidieron un brillo fugaz. Sin embargo se recompuso
enseguida.
—¿Por
qué te empeñás en perderte? —dijo.
—¿Qué
puede perder el que nada tiene?
—Tenés
una vida y tenés juventud; eso vale más que cualquier otra cosa.
—Lo que
yo quiero es el respeto de los demás, que todos sepan que uno es una persona de
valía y coraje.
—No es
bueno vivir pensando en lo que los demás sepan o no de vos.
—Cada
uno elige su manera de vivir y yo ya he elegido la mía.
—Está
bien, como vos quieras.
El
asalto a la joyería Almada lo planeó durante varias semanas. Un día nos juntó
para ultimar los detalles y para asignarnos una tarea a cada uno. Medina nos
esperaría en un auto. Almada, Lucio y yo entraríamos al negocio. Ellos
reducirían a los empleados y yo levantaría la mercadería. Luego volveríamos a
la casa de la calle Australia para esconder el botín. Dejaríamos pasar un
tiempo antes de repartirlo, hasta que la cosa se calmara.
El día
anterior al golpe, yo estaba que me salía de la vaina y Almada se había dado
cuenta.
—Más
vale que andés con cuidado y hagás lo que te digo —me advirtió.
Esas palabras
me molestaron.
—Créame,
puedo hacer esto y mucho más.
Almada
asintió con la cabeza y luego dijo:
—Vos estabas
buscando esto. Ahora que lo tenés, tratá de poner la cabeza bien fría. No me
gustaría que algo falle y que alguien termine lastimado, sobre todo vos.
Fuimos
para la joyería temprano, un rato antes de que abriera. Esperamos los cuatro en
el auto, fumando en silencio. A la hora acordada, no bajamos. Almada le recordó
a Medina que nos esperara con el motor encendido. No había demasiada gente en
la calle. Caminamos rápido y nos metimos en el negocio.
Almada trabó
la puerta y se quedó campaneando hacia afuera. Lucio encañonó a los dos
empleados. Les ordenó que ni mosquearan. Yo abrí una bolsa que tenía preparada y
comencé a meter adentro las joyas.
De
pronto se escuchó un ruido. Sobre un rincón del negocio había una puerta
entreabierta.
—¡Quién anda
ahí! —gritó Lucio.
Nadie
contestó. Los dos empleados seguían arrodillados de cara a la pared, con las
manos sobre la nuca.
—¡Salí ahora
mismo o te quemo!
Yo seguía
metiendo las joyas adentro de la bolsa. De repente algo me distrajo, tal vez
una sombra o un movimiento furtivo. Miré hacia esa puerta y, durante unos
segundos, todo pareció detenerse. La voz de Almada me sacudió como si hubiese
recibido un golpe.
—¡Rápido!
Volví a
concentrarme en mi parte del plan. Ya tenía la bolsa casi llena. En ese momento
alguien apareció por aquella puerta entreabierta y disparó dos tiros. Uno le
pegó a Lucio en el cuello. El otro atravesó la vidriera que daba a la calle.
Almada levantó su 38 y gatilló dos veces. El que nos había atacado se desplomó en
el acto. Nos quedamos unos instantes viendo como Lucio se desangraba en el piso,
inmóvil.
—¡Rajemos! —gritó,
de pronto, Almada.
Junté algunas
cosas más y salimos. Corrimos hacia una esquina. Un policía apareció y nos gritó alto. Yo me di vuelta y le disparé. El
milico se escondió detrás de un coche y también nos tiró. Una bala le pegó a
Almada en la espalda.
Trastabilló
unos pasos, pero logró mantenerse parado. Yo me le acerqué y traté de ayudarlo.
Pasé uno de sus brazos por mis hombros y seguimos caminando. El policía nos
volvió a dar el alto y yo le contesté
con un balazo. Fue un tiro a ciegas. Había estirado mi brazo libre hacia atrás
y disparé hacia cualquier lado. Llegamos
a la esquina en donde Medina nos estaba esperando. Cuando vi que ese infeliz se
había escapado, largué una puteada.
Almada se
inclinó hacia adelante, como si sintiera sobre su espalda un peso enorme que le
impedía continuar. Avanzamos un par de metros más, hasta que se derrumbó y cayó
sobre la calle, tendido boca arriba.
—Dejame solo…
—dijo exhausto.
—No —respondí—,
o los dos nos vamos o los dos nos quedamos acá.
Cerró los ojos
y apretó los dientes.
—Andate…
—alcanzó a decir—. No quiero que te maten a vos también…
—¡Déjese de
joder Almada y levántese!
Otro disparo
sonó y sentí que una bala silbó por encima de mi cabeza.
—Esto se va a
llenar de milicos… —balbuceó—. Nos van a cocer a balazos…
Otra vez cerró
los ojos y trató de contener el grito.
—Así lo
mataron a mi hijo… —siguió—. No quiero que hagan lo mismo con vos…
Yo no sabía
casi nada de su pasado y esa revelación me tomó por sorpresa.
—Hubiese
querido morir yo por él… carajo…
Escuché el
taconeo del milico que corría para esconderse detrás de otro coche. Le disparé
dos veces. Una bala pegó en el parabrisas del vehículo y lo hizo pedazos.
—Agarrá esa
bolsa… —dijo Almada—. Andate lejos… Empezá otra vida…
—No lo voy a
dejar acá.
—Rajá te digo…
Yo te cubro…
Comprendí
entonces lo inevitable de la situación. Su mirada se fundió con la mía. Él me
buscó una mano y la apretó. Yo le devolví el gesto. Quise decirle algo, pero no
me salió nada.
—¿Qué estás
esperando? —insistió.
Agarré la
bolsa, me puse de pie y empecé a correr. Mientras me alejaba escuché otra
sucesión de disparos. Me di vuelta y lo vi a Almada gatillando su arma,
arrastrándose en el suelo. Una bala repiqueteó cerca de él, levantando polvo y esquirlas
del empedrado. Otra le pegó de lleno. Su cuerpo se sacudió con violencia y
luego se quedó inmóvil. Yo seguí corriendo, casi a ciegas. Apreté los dientes y
escupí un insulto. No pude evitar las lágrimas.
Los
diarios contaron cómo las fuerzas del orden abatieron a un criminal luego de
una feroz resistencia. Decía también que se trataba de uno de los delincuentes
que habían asaltado la joyería Rívoli, minutos antes del enfrentamiento. Uno de
sus cómplices murió durante el asalto y otro se escapó con el botín. La policía
lo buscaba intensamente.
Me guardé
unos días en la casa de un viejo camarada de timba que no hacía demasiadas
preguntas. Después me vine a vivir aquí, a Montevideo. Me alejé de la mala vida
y me hice un hombre de bien. Lo demás usted ya lo sabe. Compré esta modesta
chacra y conocí a la mujer con la que tuve tres hijos.
No sé por
qué le he contado esta historia. Durante todos estos años he tratado de olvidarla,
pero supongo que un hombre no puede esconder lo que fue y que a la larga debe mostrarlo.
El pasado siempre estará allí y, en mi caso, también estará ese hombre que
decidió morir para que yo pudiera ser alguien.
Incluido en A dos Puntas / Narraciones al filo - Editorial Birna, 2016
Incluido en A dos Puntas / Narraciones al filo - Editorial Birna, 2016
© Mario D. Foffano