jueves, 15 de marzo de 2018

LIBROS: La tierra del fuego, de Sylvia Iparraguirre


En un fragmento de su Narrative of surveying voyages[1] Robert Fitz Roy relata cómo, durante su primera expedición al mando del Beagle, embarcó y llevó a Inglaterra a un grupo de indios fueguinos con el fin de asimilarlos a la cultura británica. Luego de dos años de permanecer en la vida civilizada, Fitz Roy decide, cuando le encomendaron un segundo viaje al sur patagónico, devolver a los nativos a su tierra natal. De este modo Fuegia Basket, York Minster y Jemmy Button, los indios en cuestión, fueron regresados al ámbito en el que habían nacido. Dicho reencuentro es narrado a través de dos instancias. La primera de ellas da cuenta de la respuesta que tuvieron los nativos reinsertados en su propio medio al encontrarse nuevamente con sus parientes y demás miembros de su tribu. En la segunda se registra, luego de un año de aquel regreso, los efectos que produjo, en los tres nativos, la reinserción a su entorno luego del proceso de aculturamiento al que fueron sometidos.
            Dice Adolfo Prieto sobre este segmento del relato de Fitz Roy: “La crónica encierra, como se advierte, los gérmenes de una novela antropológica, y aunque el narrador carece de la experiencia, y si se quiere, de la legitimación convencional del género, es innegable, por el espacio que le concede y la morosidad con que se aplica a la reconstrucción de este episodio, que el cronista entendía que sus historias apuntaban a no otra cosa que al diseño de una novela cabal.”[2]
            El experimento civilizador de Fitz Roy fracasa puesto que los indígenas retoman las costumbres y los hábitos que tenían antes de ser llevados a Londres. Además de esto,  tres décadas más tarde, los yámanas, tribu a la que pertenecían los indígenas en cuestión, masacran a una tripulación de misioneros ingleses, hecho que da lugar a un proceso judicial en las islas Malvinas. Hasta aquí la parte histórica de esta novela de Sylvia Iparraguirre. La autora narrará estos acontecimientos, pero desde un punto de vista diferente al de Fitz Roy, y para hacerlo crea un personaje testigo, John William Guevara, hijo de un inglés y de una criolla nacido en la pampa argentina. Será él el que narrará la historia de estos tres indígenas y del proceso judicial al que es sometido uno de ellos, Jemmy Button, no desde el punto de vista “civilizador” sino desde la óptica de una raza sometida y condenada a la aniquilación.
            John William Guevara, hijo de padre inglés y madre criolla, recibe una tarde en su casa de Lobos una carta proveniente del Almirantazgo de Londres. En ella se le solicita, en calidad de testigo directo, que escriba una relación con los pormenores del viaje que devolvió a los tres indios yámanas a su tierra natal y el posterior destino de Jemmy Button, quién habría participado en la matanza de la tripulación de la Allen Gardiner, un barco misionero, hecho por el cual fue juzgado en las Islas Malvinas. A poco de iniciada la relación, Guevara comprende que contar la historia de Jemmy Button es contar también la suya, y que, sean cual fueren las motivaciones del Almirantazgo para solicitarle dicha relación, la historia que guarda en su recuerdo es suya y como tal le pertenece. Por lo tanto, el relato que escribirá será sobre la captura y posterior destino de Jemmy Button tanto en su estadía en Inglaterra como en su posterior reinserción en su patria. Pero también será el relato de la vida del propio Guevara, de sus años de servicio en la armada inglesa y de su definitiva instalación en la pampa argentina.
            A lo largo de la novela se advierten ciertos tópicos propios de la literatura decimonónica argentina y, en particular, de la literatura de viajeros. Uno de ellos es la inversión del esquema sarmientino civilización y barbarie (algo muy presente, por ejemplo, en la obra de Lucio V. Mansilla Una excursión a los indios ranqueles). Cuánto hay de civilización en la barbarie y cuanto de barbarie en la civilización es una de las preguntas que el texto de Mansilla se formula constantemente y que la novela de Iparraguirre también plantea. La contraposición entre las descripciones de Londres y las tierras de Jemmy Button es un claro ejemplo. Sobre Londres, John William Guevara escribe: “El hacinamiento de una multitud en casas parecidas a sótanos, negras como cuevas rezumantes de humedad, no era mejor que el desierto que yo había dejado. En esas casas, mujeres de pecho hundido parían chicos flacos que arrojaban a la calle, y que no bien aprendían a caminar llevaban ya cargado al que lo seguía. Londres me mostraba una miseria que yo no conocía. En mi país eran tal vez más bárbaros y pobres, pero me atrevía a pensar que más felices. En Londres yo recordaba las tormentas que limpiaban la pampa y se llevaba lejos pobreza y pestes. En aquellos barrios, la enfermedad y la miseria se habían estancado sobre los adoquines.” (p 120-121)[3] Esta desidealización de la ciudad europea se afirma con la descripción de las tierras del sur patagónico: “Button amaba su país y estaba orgulloso de la belleza que yo especialmente alababa; me habían maravillado los ventisqueros, ríos de hielo que desembocaban en bahías y fiordos, y que con una disposición entusiasta me mostraba. Una tarde, recorriendo la costa en busca de mariscos, me detuve a mirar el panorama y le dije en español marcando bien las palabras: -Hermoso país el de Button, muy hermoso.” (p 97-98)
            La inversión señalada en el párrafo anterior puede percibirse también en ciertas acciones de algunos personajes. Mientras están viajando rumbo a Inglaterra, Jemmy Button advierte que un marino de la tripulación caza indiscriminadamente algunos animales de la región lo que provoca una acalorada reacción del yámana: “Increpaba a uno de los hombres, se le acercaba a los gritos y retrocedía. Repetía este movimiento. El marino había cazado una foca pequeña y unos patos pichones. Era el bulto sanguinolento al que el yámana apenas podía mirar. Cuando se dio cuenta de mi presencia, vino hasta mí y me habló, gesticulando, a pocos centímetros de mi cara. Con total claridad, me dio a entender que eso no era posible, que se había cometido un acto irremediablemente malo, que no se podían matar animales pequeños, crías ni madres.” (p 99-100)
            La mayoría de los viajeros ingleses que recorrieron el territorio argentino durante el siglo XIX asociaban en sus descripciones a la llanura con el océano. El alemán Humboldt fue el primero en utilizar este vínculo  en su Personal Narrative al describir los llanos de Venezuela. A partir de allí, la fisonomía del desierto, vacía de toda significación, formará parte de este imaginario; y precisamente los escritores que buscaron claves y pautas estéticas para fundar una literatura nacional a partir de 1810, se valieron de esta comparación para elaborar sus textos. Sylvia Iparraguirre retoma esta asociación e inscribe su novela en aquella tradición decimonónica: “La pampa, que miro a la luz de la luna desde mi ventana, es una inmensidad que provoca primero una nada y más tarde un sosegado pavor. Salvo los bárbaros y algunos gauchos, nadie se aventura en ese silencio. De vez en cuando, tropas de carretas gigantescas, inclinadas hacia la tierra, cruzan el horizonte como barcos perdidos.” (p 27)
            La idealización del paisaje pampeano, tópico introducido por Esteban Echeverría luego de su formación europea y adscripción al Romanticismo, también está presente en La tierra del fuego: “Una tormenta en la pampa, míster MacDowell o MacDowness, es algo que usted no podría siquiera imaginar en la estrechez de su despacho: uno cree que la casa entera va a ser arrancada de cuajo, y de golpe todo cesa. Cesan los truenos y los relámpagos, súbitamente cesa la lluvia y una claridad sobrenatural se abre en el cielo y baña la llanura con colores tan vívidos y delicados que solo un hombre extraordinariamente sensible a la luz con su Turner podría describir. La vida empieza de nuevo, y como en ese primer minutos de la creación, la armonía reina en las cuatro direcciones de la pampa.” (p 116)
            La novela señala el fracaso del ideal civilizador en dos momentos claves. El primero de ellos, cuando Jemmy Button desembarca en su tierra luego de tres años de ausencia. Button se reencuentra con los suyos vestidos con ropas europeas. Nadie parece reconocerlo. Ninguno de aquellos indígenas expresó sentimiento ni palabra alguna. Luego de unos momentos de silencio los yámanas regresaron a sus botes y se alejaron de él. Aquel puente entre Gran Bretaña y los yámanas, el símbolo de la buena voluntad de los blancos venidos del este, se había desmoronado: “El peso de esos tres años de desarraigo había caído sobre Button. Seguramente se sentía tan abochornado por la desnudez de los suyos como por su propia vestimenta. La larga convivencia con los blancos le había borrado en parte la desnudez en que vivía su gente y ahora se avergonzaba” (p 185). El segundo momento está en la parte final de la novela, durante la reconstrucción del proceso judicial en las Islas Malvinas. Aquí el fracaso es señalado por alguien del mismo imperio británico, el capitán Parker Snow. Precisamente es este personaje quien acusa a la Misión Patagónica de ser la responsable de la matanza de la tripulación de la Allen Gardiner, puesto que los indígenas eran llevados a la misión en contra de sus deseos y voluntad para ser explotados con la excusa de evangelizarlos: “El plan de operaciones de la Misión era llevar a los nativos a la fuerza a la isla Keppel, hacerlos trabajar sin pago, ya que de allí no podían escapar… ¡Fui despedido sin contemplaciones! No he tenido en absoluto justicia a pesar de mi reiterado pedido a las autoridades. La sociedad misionera patagónica junto con el Gobierno de su Majestad son responsables ante la patria por los actos permitidos ante sus funcionarios y por la matanza de nuestros compañeros en Wulaia” (242).
            Como ya ha quedado dicho en los párrafos anteriores, La tierra del fuego se inscribe en la tradición decimonónica de nuestra literatura en cuanto a la elección de tópicos y procedimientos utilizados en la construcción de un discurso que corroe la visión eurocentrista sobre la razas originarias americanas y se inserta en un punto de vista periférico, históricamente relegado por las potencias centrales, y que se encarna en la voz del narrador.

Mario D. Foffano




[1] El título completo de la obra de Fitz-Roy es Narrative of the Surveying Voyages of His Majesty’s Ships Adventure and Beagle Between the Years 1826 and 1836.
[2] Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina 1820-1850, FCE, pp 83 y 84.
[3] Todas las citas de La tierra del fuego pertenecen a la edición de Alfaguara del año 2001.


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